Que el odio no tenga la última palabra

Por Juan Camilo Barbosa.

El reciente atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay reabre una de las heridas más profundas de la democracia colombiana: la violencia como herramienta política. No se trata de un hecho aislado, sino de un síntoma alarmante de un país que, a pesar de los esfuerzos por construir una institucionalidad sólida y una cultura democrática, parece no haber cerrado del todo el ciclo de odio, intolerancia y miedo que ha marcado su historia.

Durante el siglo XX, Colombia vivió uno de los conflictos políticos más prolongados del hemisferio. La violencia no fue solo armada; fue discursiva, institucional y muchas veces legitimada desde los extremos ideológicos. Líderes sociales, candidatos, activistas y ciudadanos comunes fueron víctimas de un modelo donde pensar diferente era un riesgo. Aún hoy, los vestigios de esa cultura persisten en discursos que demonizan al adversario, en sectores que justifican el silenciamiento del otro por medios violentos, y en la peligrosa idea de que el fin (el poder) justifica cualquier medio.

El atentado contra cualquier figura pública, sin importar su filiación partidista, es un atentado contra la democracia misma. El silencio o la ambigüedad frente a estos hechos es complicidad. La violencia no tiene matices aceptables cuando se trata de preservar el orden constitucional y los principios de convivencia que sostienen una nación.

Llama profundamente la atención que este ataque ocurra en un contexto donde los discursos polarizantes y las narrativas de odio circulan con libertad, especialmente en redes sociales. Se ha naturalizado el insulto, se ha glorificado la confrontación violenta, y se ha desdibujado la idea del debate como herramienta de construcción colectiva. Las diferencias ideológicas, que son necesarias en toda democracia, están siendo manipuladas para sembrar división, resentimiento y miedo.

Colombia no puede permitirse repetir su pasado. El aprendizaje de décadas de dolor debe conducirnos hacia una nueva madurez política, una en la que las ideas se enfrenten con argumentos y no con balas, con razones y no con amenazas. Las instituciones deben ser garantes de ese orden, pero también la ciudadanía tiene la responsabilidad de rechazar con firmeza cualquier forma de violencia política.

No se trata de pedir uniformidad de pensamiento. Se trata de defender la pluralidad dentro del marco del respeto. La unidad nacional no exige pensar igual, sino reconocer la legitimidad del otro, incluso cuando no se coincide. El diálogo entre posiciones opuestas no es una muestra de debilidad, sino el primer signo de civilización política.

A lo largo de la historia, muchos pensadores han advertido sobre los riesgos de dejar crecer el resentimiento colectivo. Cuando el odio se instala como lenguaje común, la democracia pierde su capacidad de resolver conflictos de forma pacífica y se abre paso al autoritarismo, al miedo y al retroceso.

Hoy, Colombia tiene una oportunidad de reafirmar su compromiso con la vida, la palabra y la democracia. Que este episodio no sea simplemente una nota más en el noticiero: que sea un llamado a la conciencia, a la responsabilidad histórica y al compromiso con una nación más justa, más segura y más decente.

Porque al final, las ideas deben prevalecer sobre la intimidación. La política sobre la barbarie. Y el amor por Colombia sobre cualquier diferencia.

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